GATOS
Desde niño tuve gatos. Llegaban al patio de mi casa y algunos se sentían tan bien allí que decidían quedarse. Una vez tuve una gata preciosa y muy inteligente. No le puse nombre pero éramos amigos inseparables. Siempre recuerdo que al regresar del colegio, la llamaba y siempre venía a mi encuentro estuviera donde estuviera. Era muy cariñosa y yo me encargaba de cuidarla y de alimentarla bien.
Un buen día un desalmado la envenenó, pues era una gata muy mansa y se daba con todo el mundo. Para entonces ya había parido y me había dejado por lo menos un par de gatitos más.
Siempre tuve algún gato en mi casa, aunque me bequé con 11 años y a partir de entonces ya no pude cuidarlos como cuando era un niño. Algún tiempo después llegó mi hermana y su familia a vivir en casa y pronto trajeron un perro. Era una perra muy celosa que no dejaba que se me acercaran los gatos. Desde entonces más ninguno se atrevió a vivir en nuestro patio.
Sin embargo, siempre recuerdo con cariño a todos aquellos gatos que tuve desde mi nacimiento hasta los 18 años aproximadamente. El último de ellos era un gato parecido al de la foto. Un gato negro muy lindo, con unos ojos amarillos enigmáticos.
Su aparición se produjo en un momento en que ya no me ocupaba de atender gatos. Una mañana sentí un ruido extraño en el patio y abrí la puerta para mirar. Aquel gato negro se sintió amenazado y abrió su boca presentándome sus dientes y haciendo un gesto como de morderme en una pierna. No lo hizo, gracias a Dios. Nos miramos fijamente. Yo decidí respetarlo y él decidió respetarme a mí. Desde entonces, sobre esas bases establecimos reglas de conducta y se quedó a vivir en casa.
Con el tiempo aquel gato se fue entregando. Conseguí primero que dejara acariciarlo. Llegué a conseguir que no se sintiera nervioso ante mi presencia ni ante la presencia de ninguno de nosotros. Era muy dormilón. Siempre me lo encontraba echado en su cojín descansando. Quiero pensar que por las madrugadas tendría a raya a los ratones.
Luego empecé a cargarlo en brazos y llegué a conseguir que le gustara. Estaba tan lindo y grande, y miraba con tanta seriedad, que mis amigos estaban encantados con él. A veces lo ponía en la puerta de la calle y notaba como la gente se alejaba de él, evitaba pasarle por delante por aquello de que existía allí la creencia de que los gatos negros atraen la mala suerte.
Yo me divertía al ver materializada aquella superstición. Mi gato negro era un animal verdaderamente hermoso, y su recuerdo me acompañará siempre. Siento que el espíritu de mis gatos va conmigo a donde quiera que vaya, y bueno, de más está decirles que mi gato negro jamás me trajo mala suerte, tal vez todo lo contrario.
TADEO