jueves, 5 de abril de 2007

LA NOVIA DE CUBA




Me desordeno, amor, me desordeno
Carilda Oliver Labra

Rondaba la Muerte la casona de Dulce María Loynaz, aquel 10 de diciembre de 1996. La gran poetisa cubana, premio nacional de literatura y premio Cervantes, cumplía 94 años e intuía que la vida se le escapaba como ese río que una vez, entre sus brazos, creyó abrazar.

Llamaron a su puerta y unos ojos verdes, se encontraron con los ojos serenos de Dulce María. Eran los ojos de su amiga y también gran poetisa matancera Carilda Oliver Labra: la novia de Cuba. Dos mujeres insignes de nuestra literatura, ya en el invierno de sus vidas, conversaban amigablemente de sus cosas:
-Carilda, le dijo Dulce María como si le hablara a una hermana, no pierdas el tiempo. Dedícate a lo que tienes que dedicarte, que es desarrollar el don con que has venido a la tierra: la palabra escrita”.
-Tienes razón, respondió Carilda. “He perdido mucho tiempo. Me he ocupado de muchos deberes pequeños en lugar de ocuparme de un solo deber grande: escribir”.
-Todavía estás a tiempo. Lucha, le dijo ella.
-No, Dulce María, ya paso los 70, ya no estoy a tiempo, replicó Carilda.
-Tú si estás a tiempo. Quien no está a tiempo soy yo.

Meses más tarde nos abandonaba Dulce María, una de las voces líricas imprescindibles de la lengua castellana del siglo XX. Quizás alguien llegara a asociar esta muerte con la visita de Carilda Oliver. De ella se decía que traía la muerte consigo, porque muchos de sus seres queridos, morían inexplicablemente, como si la poetisa fuera una suerte de mensajera de “la dama de la guadaña”.

Esa mezcla explosiva y letal de talento y de belleza irresistible, aderezó esta leyenda negra que decía que sus parejas estables, amantes y hasta incluso, sus enamorados, terminaban muriendo o padeciendo las suertes más aciagas.

No me pondré a enumerar fallecidos. Sólo a los imprescindibles. Su primer esposo: Hugo Ania Mercier, quien se suicidó algún tiempo después de divorciarse de ella. Su segundo esposo, Félix Pons Cuesta, muerto en plena juventud, su amigo poeta Rolando Escardó, quien encontró la muerte en un trágico accidente automovilístico, entre otros.

Pero tal vez el cadáver más célebre que pasara por la vida de Carilda Oliver, fue sin dudas Hernest Hemingway, a quien conoció casi por azar, la única vez que se le vio al autor de: “El Viejo y el mar”, por tierras yumurinas.

Carilda le entregó la llave de la ciudad, y él en cambio la invitó a dar un paseo en lancha por la bahía.En aquel inolvidable paseo de 9 horas por la bahía matancera, donde el afamado novelista se dedicó a halagar los encantos de la joven, comparándola con la mismísima Marlene Dietrich, tal vez se gestara su posterior suicidio. Quién sabe si pudo haber sido fatídica su inmersión en las peligrosas aguas verdemar de los ojos de la hija ilustre de la Atenas de Cuba.

Más allá de cualquier leyenda o elucubración, la realidad es que Carilda Oliver Labra es una de las poetisas más grandes de toda Latinoamérica. Ella podría jactarse de que su obra poética es, entre la de todos los poetas cubanos vivos, la más conocida, la que más arraigo popular presenta.
De ella ha dicho el poeta y crítico literario Virgilio López Lemus: “Fiel a sí misma, a su ciudad y a su elegido camino poético, Carilda Oliver Labra es, literariamente hablando, el mejor ejemplo cubano de simbiosis entre recursos expresivos vanguardistas, del neorromanticismo y de la poesía coloquial”.

Quien no haya leído su obra, debería hacerlo ahora mismo. Disfrutar de su voz poética, es un auténtico regalo de la diosa Poesía. El cuerpo poético de Carilda es como un ser mágico que se despierta ante nosotros y nos traslada a un mundo delicioso. Poder ver el universo desde sus ojos, es sin dudas, una suerte y un privilegio.

Desde muy niño escuché yo hablar de ella, así que cuando descubrí su poesía, y supe la dirección de su céntrica casona enclavada en la Calzada de Tirry Nº 81, muy cerca de la estación de autobuses, y también de la casa de mis abuelos, no me privé de detenerme en su ventana para ver si la veía, con la ilusión de al menos decirle: “Carilda, me he enamorado de sus versos”.

Cada vez que visitaba “la ciudad de los puentes”, merodeaba yo por allí armado de mis versos, pero nunca me atreví a llamar a su puerta. Aún hoy sigo deseando hacerlo, pero el miedo me paraliza. Si algún día me decido a dar el paso, ya veré si me da tiempo a contarlo.
José Tadeo Tápanes Zerquera.

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